El joven que volvió de la muerte
No intento hacer una apología de lo que es mi vida, solo
deseo pensar en voz alta, mientras viva tengo el derecho de ser escuchado.
Generaciones van y vienen, las nuevas se edifican en las cenizas de las
anteriores, pero aferrarse a lo propio muchas veces es necesario para no perder
la cordura en medio de un mundo que no se detiene a esperar a nadie; aquí no se
trata de nostalgia –que de por si es tan infértil como el remordimiento-, se
trata de convicción.
Las nuevas generaciones pocas veces aprendemos de las
viejas, vienen las mismas piedras disfrazadas de novedad para hacernos caer
contra el mismo suelo con el que chocaron nuestros padres. Por ejemplo la
incomunicación que se nos atañe a los jóvenes usando como chivo expiatorio las
nuevas tecnologías, es exactamente la misma que hubo hace años en las familias
que terminó creando una generación de gente inexpresiva que prefería reprimir
sus sentimientos antes que expresarlos, la misma mona con diferente vestido. La
base es la misma, una persona que ya de por sí es compleja, en un contexto
complejo, pero persona al fin.
Y desde este contexto escribo, actualmente el joven como yo
vive bajo una presión inmensa. “Trabajar para vivir” puede resumir muy bien
nuestra situación. Se nos exige en todo: la familia exige, el Estado exige, el
trabajo exige, las relaciones exigen, el colectivo exige; y muchas de estas exigencias
son mal fundamentadas y exasperantes. Hoy más que nunca se nos educa para
encontrar la felicidad en las cosas y por eso se nos empuja a alcanzar metas
que no nos satisfacen, mi generación está vacía porque tenemos muchas cosas
pero no se nos ha enseñado a ser nada.
Trabajar para vivir, pasar cada hora de cada día en un
empleo denigrante donde lo que menos importa es la persona para ganar el dinero
que se escurre de las manos tratando de llenar nuestros vacíos. Aniquilar los
sueños y enterrarlos debajo de las exigencias del mundo, nunca preguntarme
porqué sino ahogarme en los tecnicismos, la burocracia, los pagos, las
pantallas, el alcohol, el humo, el frenetismo de la ciudad, la frialdad del
concreto: el mundo actual está diseñado para hacer de las personas piezas de
maquinaria sin sueños.
Pero por esos no hablo hoy, hablo de los otros, contados con
los dedos de la mano, que no tiraron la toalla, que no se dieron por vencidos.
Vengo por los que luchan todos los días por un ideal que solo ellos ven pero
que hacen visible con cada sonrisa y con cada acción. Vengo por los que
decidieron, y decidieron para siempre; a los que no los agitan los cambios
porque su ancla está clavada en la eternidad.
A lo ojos del mundo no soy exitoso, soy un fracasado, no
tengo el dinero para hacer las cosas más fáciles y cómodas pero eso me ha dado
la alegría de descubrirme feliz sin necesidad de un billete en mi bolsillo, de
darle el verdadero valor a las cosas que la mayoría pasan por alto en su
carrera por la riqueza.
No tengo el auto del año ni la casa de mis sueños, y tampoco
se los voy a exigir a Dios, no voy a “decretar” caprichos manipulando a Dios
como las cuerdas manipulan un títere, ya que una casa o un auto no van a suplir mis deficiencias. Descubrí el
valor de soñar por mí mismo y de no hacer míos los sueños ajenos. Descubrí que
soñar no es malo y que la ilusión no es un veneno que nos atonta y nos hace
débiles, descubrí que esa es la excusa que nos impone la sociedad para
encontrar la felicidad en lo material y momentáneo, para no aspirar a lo
eterno; no le conviene a un mercado fundado en lo inmediatista un ser humano
con su cabeza en el cielo.
Descubrí que el trabajo más bello es aquel por el que no se
recibe paga, que ponerle un precio a todo es un reflejo del vacío que llevamos
por dentro al no conocer nuestro propio valor. Descubrí que para la sociedad no
soy valioso, no tengo cuerdas que mover ni argollas en las cuales montarme, no
tengo influencias que manipular, no necesito de cortesías fingidas para
alcanzar mis sueños, ni arriesgar lo que soy para alcanzar lo que no debo ser.
Siento alegría, aunque no tengo mucho sé que tengo lo necesario, y eso me
basta.
Descubrí que la vida es más de lo que percibimos con
nuestros sentidos, es más que un corazón que palpita o unos pulmones que respiran.
Descubrí que mi vida canta una canción con ritmo de eternidad, que dentro de
cientos de años cuando nadie me recuerde en esta tierra yo viviré aún, cuando
ya no hayan horarios que cumplir, buses que tomar, apariencias que lograr,
cuando ya no sean necesario el dinero o la posición social, cuando ya no
importen los titulares de las noticias ni la opinión de los demás, yo viviré. Y
me daré cuenta que esto que caminé en la tierra fue solo un segundo de la
eternidad que me espera, pero que este segundo es digno de ser vivido con la
dignidad que se merece. Me daré cuenta que yo nunca fui el centro aunque luché
para ponerme en ese lugar, que el centro nunca fue el dinero ni la comodidad,
me daré cuenta que el centro de mi existencia, la razón de ser de mi vida
siempre fue Dios, y sonreiré para siempre sabiendo que le pude dar su lugar.
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