El joven y el sacerdote que llora


Hay una voz que habla fuerte dentro de mí que impide que mantenga mi silencio, y es justamente por eso que hasta ahora que se calmaron las aguas y que todos (propios, ajenos e invitados) dieron su reconfortante bálsamo o su intoxicante veneno que me puedo expresar.
Las palabras cortan más profunda y letalmente que las armas, y en eso no hay cara en que persignarse porque todos somos culpables. Pero Costa Rica se convirtió en un hervidero de opiniones y nos hemos creído que las opiniones cambian al mundo. Y su frente de guerra, las redes sociales, se han convertido en un catalizador de estas opiniones, hablan el sabio y el ignorante en la misma pantalla y sus expresiones, uno con la razón y el otro con el hígado, se foguean en la misma cancha.


Un sacerdote que se equivoca sufre una cacería de brujas, su vida está en la palestra más que la de cualquier otra persona, tal vez la fascinación con el morbo de la sociedad siempre quiere poner a Dios y a sus ministros al borde de la guillotina para justificar su desprecio a la gracia divina. Su condición de sacerdote no le reserva a ninguno responder por sus actos, pero esto es proporcional también a su dignidad y al respeto de su vida. Con el caso reciente (del cual no quiero hacer más mella) , todos se dieron el lujo de dar una opinión pero pocos quisieron ponerse en los zapatos del ser humano que lloraba sus errores y asumía plenamente sus consecuencias, dicho sea el caso más de lo que hace cualquiera de nosotros que tiramos la pedrada y escondemos la mano.


No quiero hacer una reflexión piadosa ni meterme en fundamentos exegéticos profundos del llamado al sacerdocio-ya que en ninguno de los dos me podría desarrollar bien- sino simplemente compartir mi historia, de la que reconozco que en nada moverá la viciada balanza de la justica humana, pero que si me ayudará a ser congruente con la divina.

Ha habido sacerdotes en toda mi vida, un sacerdote ofició el matrimonio de mis padres, un sacerdote bendijo la casa donde vivo, un sacerdote me bautizó y me abrió las puertas a una nueva vida. Un sacerdote se convirtió en el mayor maestro de moral en mi niñez. Un sacerdote me hizo recibir a Cristo por primera vez en la Eucaristía, en un sacerdote Cristo actuó y me regaló su perdón más de una vez. Un sacerdote me inspiró a ser mejor, un sacerdote me enseñó la alegría de dejarlo todo por algo más grande, un sacerdote me enseñó a revelarme contra un pasado que me atacaba y por eso hoy puedo abrazar mi historia. Un sacerdote me enseñó a tratar a los demás como personas, me enseñó la dignidad que tiene la vida humana. Un sacerdote me enseñó con su ejemplo que la santidad es posible, un sacerdote me enseñó que las balas, el fuego, y el cuchillo matan el cuerpo pero no pueden contra la Iglesia de Cristo. Un sacerdote me ayudó a descubrir que el sentido de mi vida y mi llamado no lo encuentro en lograr mis metas egoístas sino en ayudar a otros a lograr las suyas. Hace pocos días las lágrimas de un sacerdote me enseñaron que los crímenes más atroces de la historia de la humanidad se están cometiendo detrás de un teclado y un micrófono, con las lágrimas de un sacerdote comprendí que los que dicen ser buenos son los más peligrosos que aquellos que reconocen sus errores.


Y con esto no les hago apología a todos los sacerdotes, sería ingenuo poner toda mi confianza en un hombre hecho con la misma carne que yo, pero si me mantengo fiel a Aquel que vive en ellos y que un día los instituyó sus servidores en el mundo. Cuando digo “en un sacerdote”, es porque ese sacerdote en medio de su limitación ha logrado transparentar su vida para mostrarme a Cristo.

Uno se puede topar con sacerdotes que pudieron haber caído en la pederastia, la corrupción, la desobediencia, las adicciones, el machismo; así como también educadores, así como también periodistas, así como también legisladores, así como también amas de casa, así como también doctores. No por uno que se equivocó todos deben de pagar, eso es injusticia y hasta el ámbito legal lo reconoce. Los pecados de los miembros de la Iglesia están visibles y usted los podrá encontrar en los libros de historia, la Iglesia no le teme a mostrarlos no porque se sienta orgullosa de ellos sino porque no se puede redimir lo que no se reconoce. Miles de veces ha pedido perdón. Millones de veces ha recibido la pedrada en silencio. En las últimas semanas aprendí que muchos al hacerse llamar hijos de Dios también le han quitado su campo y se han convertido en jueces de su hermano. Desde todos los ámbitos se alzaron voces que se han convertido en  la de aquel fariseo que decía en la parábola: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano”, mientras que he mirado a través de las cámaras de televisión al “publicano” que “no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, perdóname a mí, pecador" (Lucas 18, 9-14)

¿Cuántas voces de misericordia se han alzado? Muy pocas. Pero siendo sacerdote o no, la misericordia de Dios no excluye a nadie, y las pocas voces de misericordia que han vencido el silencio, que han dado la cara y han logrado ver la persona detrás del cuello clerical y la sotana, son las que me confirman en donde verdaderamente se está construyendo el Reino de Dios.

Si por mera casualidad, este humilde blog llega al sacerdote, a la persona, que todos conocemos y con la que yo muchas veces me topé, que lloró ante las cámaras, que aceptó sus errores y que está dispuesto a pagar por ellos: Sepa que mis oraciones lo acompañan y no le deseo nada más que la paz de Dios que sane y reconforte su corazón. ¡Sacerdote para siempre!
Oremos también por el descanso eterno del joven y por la familia que aun llora su partida, que Dios los llene de sus consuelos.

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