El joven y las Rosas en el Desierto
Todos nos hemos encontrado en el momento en que buscar altos
argumentos para definir lo que sentimos simplemente no cabe. Ante los más
hondos vacíos del corazón del hombre no vale la retórica, silencio y contemplación
son los únicos que funcionan.
El ser humano contiene en si un universo tan complejo, tan
grande, que ninguna ciencia ha logrado definir plenamente. En nuestro interior
guardamos razón y misterio, grandeza y pequeñez, gracia y pecado. Pero hay
momentos en que los elementos se combinan, se desencadena una reacción, se
eleva la niebla de la duda, y el paraíso interior se transforma en desierto. Lo
hemos vivido, tal vez lo estamos viviendo: seco, áspero, sofocante, muchas
veces desesperante.
Sea que hayamos retrocedido al pasado que nos ata, que nos
hayamos atascado en el barro del conformismo y la comodidad, o que el horizonte
del futuro que se abre en frente nuestro nos aplaste; el desierto ha aparecido
y estamos en él.
¿Qué hago? Si en el desierto nos quedamos inmóviles moriremos
por la insolación, si caminamos podemos deshidratarnos, si dormimos seremos
presa fácil de tantas alimañas que rondan esta sequedad, si nos mantenemos despiertos
la mente nos hará una mala jugada y pronto alucinaremos hasta nuestro final. No
pedimos entrar pero entramos, y la que más deseamos es salir, y una vez más los
“¿por qué?” están de sobra, el primer paso para enfrentar el desierto en nuestras
vidas es responder el “¿Para qué?”. El desierto bien vivido puede salvarnos la
vida. Los paraísos artificiales en que vivimos amenazan con tragarnos vivos mientras
estamos hechizados por el ritmo acelerado del mundo. El desierto baja nuestros
pies de las nubes y los vuelve a poner en el suelo, nos pone en contacto con
nuestra tierra, con nuestro barro.
Nuestros sentidos se agilizan en el desierto, pero más
importante, nuestro corazón echa abajo toda barrera, queda hermosamente vulnerable.
En el desierto las máscaras se vuelven cargas pesadas que no se pueden llevar.
Además cada gota de agua en el desierto se vuelve bendición, empezamos a
anhelar las fuentes que antes nos abastecían hasta la saciedad.
Lo que muy pocas veces vemos en el potencial de vida que
tiene el desierto, debajo de las secas arenas permanece la vida latente
esperando el estímulo correcto para brotar de nuevo. Y éste se convierte en
nuestro silencioso canto de esperanza: la oscuridad de la noche es espesa, la
arena no parece ser más seca, la tumba no puede estar más sellada; pero la paciencia
recompensará a quien se acoja a ella, la luz brillará, el paraíso surgirá de
las dunas, con al alba explotará la piedra de la tumba y nuestros ojos contemplarán
lo que hemos esperado.
El desierto nos lleva a la verdadera libertad, después de
perder momentáneamente lo que teníamos y dejarnos confundir por espejismos, después
de caminar por arenas hirvientes y darnos por vencidos, veremos la belleza
justo en frente nuestro: nos encontraremos con un desierto de rosas y seremos
llevados en brazos. Dios obra en maneras misteriosas, pero todas para nuestro bien:
hasta hace surgir rosas en el desierto.
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